21 - LA ESCUCHA ANALÍTICA: NIVELES DE FUNCIONAMIENTO PSÍQUICO. Magdalena Calvo Sánchez-Sierra

La escucha analítica:

niveles de funcionamiento psíquico
MAGDALENA CALVO SÁNCHEZ-SIERRA
Quiero iniciar estas reflexiones estableciendo un vínculo entre la escucha
analítica, los niveles de funcionamiento psíquico y los modos de enfermar.
Para esta tarea me voy a remontar a los primeros contactos con un
paciente, pues cualquier analista está condicionado por impresiones subjetivas
tanto de empatía y agrado, como de malestar. Estas impresiones están
basadas en índices tales como el aspecto del paciente, la expresión verbal, la
calidad emocional en sus comunicaciones y las expresiones extraverbales.
Esta primera escucha le permite al analista hacer una hipótesis de diagnóstico
diferencial basada en el funcionamiento psíquico de los pacientes y establecer
aprioris sobre cómo se va a desarrollar el tratamiento. No olvidemos que
estos primeros contactos ejercen a modo de síntesis y condensación de la
problemática del paciente y del tipo de transferencia que se va a desarrollar.
Hay que considerar los parámetros que utilizaremos, pues el síntoma,
los mecanismos de defensa y el momento cronológico de etiología de la
enfermedad están sujetos a fluctuaciones confusas. Si comenzamos por los
síntomas, debemos considerar que han de ser tomados como valores relativos,
relacionales y económicos. En segundo lugar hemos de tener en cuenta
que tanto los síntomas como las defensas más patológicas pueden aparecer
en distintas organizaciones psíquicas, sobre todo en momentos puntuales de
evolución y en el curso de desestructuraciones pasajeras (por ejemplo, en
los adolescentes). Hemos de considerar los momentos evolutivos en los que
no se habían definido de manera sólida los mecanismos de defensa hacia los
cuales se inclinará un sujeto posteriormente de forma repetida y estable
cuando se presenten episodios vitales difíciles de resolver.
Entendemos, pues, que el diagnóstico compromete al núcleo profundo
del sujeto y no a los signos externos. Recuerdo a tenor de esta temática la
metáfora freudiana de 1932 en «Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis
». En esta obra se establece una similitud entre la cristalización de
Revista de Psicoanálisis de la Asoc. Psic. de Madrid (Extra 2004), n.º 43
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los minerales y la formación del psiquismo. De la misma manera, la forma
de ruptura de ambos sigue siempre las líneas de estructura y cristalización.
La escucha a los pacientes, en palabras de André Green, se sustenta
sobre dos conceptos: el «corpus» del que parta el analista y el «mito de
referencia» que se utilice para explicar los procesos psíquicos.
El «corpus» del que se partió inicialmente en la teoría psicoanalítica fue
la neurosis basada primordialmente en mecanismos neuróticos como la represión.
Posteriormente, las investigaciones de Freud en 1914 y 1918 sobre
otros funcionamientos psíquicos y otros mecanismos neuróticos (1922)
proporcionaron las claves para continuar investigando el funcionamiento
psíquico de muchos pacientes definidos hoy día como fronterizos. Actualmente
trabajamos con gran número de pacientes que corresponden a esta
denominación. En este tipo de pacientes predominan mecanismos de defensa
complejos, como los mecanismos de escisión y un modo de cortocircuito
psíquico basado en la expulsión de los sentimientos intolerables por la vía
somática o por la vía de la actuación.
El segundo concepto al que nos hemos referido es «El mito de referencia
». Éste es definido como el conjunto históricamente articulado de los
principios ordenadores del desarrollo hipotético del psiquismo en el niño tal
como en el análisis podemos elaborarlo. Las variaciones conceptuales condicionadas
por el mito de referencia privado de cada analista afectan consecuentemente
a nuestra escucha y a nuestra técnica.
Con los pacientes considerados neuróticos nos vemos orientados al levantamiento
de la represión y a contemplar cómo se despliegan ante nuestros
ojos las cadenas asociativas. En la neurosis la triangulación edípica
muestra claramente su papel de organizador y se observa que la problemática
gira en torno a los celos, la rivalidad y la exclusión. Los sentimientos de
culpa, la angustia de castración y los síntomas con argumento son los marcadores
de esta patología. Predominan los procesos secundarios y el nivel de
realidad. Es excesivamente simplificador plantear que analizamos de la misma
forma la puesta en escena de una histeria, el relato monótono de un
obsesivo o el discurso paralizante de una fobia, pero en todos ellos se percibe
la dialéctica entre el deseo y la defensa.
Mi paciente, a la que llamaré Sonia, adoraba a su madre, era su mejor
amiga hasta que murió. Nada enturbiaba esta relación perfecta entre madre
e hija. En su primera entrevista narra un sueño: «Mi madre resucitaba y
volvía a casa, pero yo estaba escuchando música en el salón con mi padre,
abría la puerta y le respondía: lo siento mamá, pero ya no hay sitio para ti».
«¡Qué sueño extraño!», exclama la paciente.
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El relato de Sonia nos puede hacer preguntarnos: ¿cómo escuchamos a
los pacientes y qué nivel de su funcionamiento psíquico está operando en
ese momento?
El paciente habla, pero todavía no sabe ¿o quizá sabe más de lo que
aparenta?
La analista, aunque su expresión no se haya modificado, sonríe internamente
ante la confesión de Sonia. La analista quizás sabe e intuye pero
todavía no dice. Espera y saca conclusiones. ¿Podría ser tomado este material
como un sueño directo, sin matices, propio de un funcionamiento psíquico
limitado?
La experiencia musical que comparte Sonia con su padre nos alienta a
pensar en el simbolismo, en la represión, en la triangulación edípica, en la
metáfora y en la ambivalencia neurótica. En la neurosis hay un apuntalamiento
en la realidad para organizar la fantasía. Esta característica junto con
la calidad de los sentimientos del analista ante la escucha y la comunicación
afectiva por parte del paciente nos hace pensar en una diferencia primordial
con otros funcionamientos psíquicos.
Todo este paradigma se sustenta aceptablemente en los pacientes neuróticos
en los que la transferencia permite una complicidad basada en la
tarea en común y una evolución fructífera en gran número de casos.
La atención a los pacientes fronterizos nos conduce por otros derroteros.
No es casual que se hable de «personalidades» al referirse a estas patologías:
psicopáticas, caracteriales, perversas, deficitarias del yo, enfermos con
regresiones somáticas importantes. Todos estos pacientes más que en el límite,
topográficamente hablando se ubican en tierra de nadie.
Los estados límite nos fuerzan a escuchar el sufrimiento evitado, no
elaborado y evacuado forzando a que sea Otro el que contenga ese caudal.
Los conflictos intrapsíquicos se desplazan al soma en unos casos y en otros
al exterior buscando un interlocutor que haga la función de contención. El
analista percibirá las consecuencias de esta comunicación en sí mismo como
en una caja de resonancia de gran intensidad.
Las actuaciones, tanto en el interior del contexto analítico como fuera
de él, expresan la dificultad para resolver los dilemas de su mundo
interno vividos como irresolubles. Los avatares de la realidad externa provocan
desorganizaciones psíquicas al evocar los primeros traumatismos
que dieron origen a fallos en la organización del narcisismo secundario.
Inferimos que estos traumatismos pudieran ser reales, al observar las defensas
que el paciente ha organizado para neutralizar y compensar las fallas
de su psiquismo. El yo de estos pacientes que posee una organización
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provisional, se defiende de la fragmentación deformándose y organizando
un yo ideal megalomaníaco. La relación objetal es anaclítica (dual y de
apoyo) y el debate se traduce entre dos interlocutores con un fin primordial:
ser amado por el otro al que se le ha investido como grande y poderoso.
Los estados límite se sitúan en la línea narcisista, implicando al ideal
de yo, la angustia ante la perdida del objeto con la depresión consecuente
y a la herida narcisista.
El analista observará una relación transferencial idealizada y como consecuencia
percibirá reforzada su omnipotencia debido a criterios por parte
del paciente sobre la función analítica y el «setting» entendidos como autoritarios
y fríos. Los malos entendidos en la comprensión de las intervenciones
del analista son frecuentes. El analista se verá aprisionado en su impotencia
y en muchas ocasiones pensará que «no suele acertar con estos pacientes
». Ésta es una forma, por parte del sujeto, de vivenciar a un objeto
interno experimentado como dañino y mortificante. El analista no es una
representación de un objeto materno-paterno, ni representa la fantasía inconsciente
de esos objetos. El analista, para estos pacientes, es, en algunas
ocasiones, el «Otro en cuestión». Esta actitud delata los pobres mediadores
simbólicos. El conflicto se plantea en un par antitético de vencedor-vencido,
dueño-vasallo que nos remite a los conflictos con la analidad, pero entendida
como una analidad primaria.
El análisis de los sentimientos contratransferenciales en estos pacientes
es esclarecedor. El paradigma bioniano basado en la idea de que el «analista
sueña a sus pacientes» es muy ilustrativo. Esta capacidad de ensoñar basada
en un modelo de relación entre la función materna y los hijos sería posteriormente
el reflejo de nuestras interpretaciones. La escucha parte primero
de la atención al sentido manifiesto del discurso. Después el analista imaginará
ese discurso según sus propios parámetros. El analista evocará otra
sesión, quizá un sueño, incluso una fantasía o emoción personal. Ésta es la
base sobre la que se organizará la fantasía contratransferencial y posteriormente
la intervención analítica.
El discurso de estos pacientes impone al analista irrupciones afectivas,
sentimientos imprevisibles e inesperados, además de percepciones sensoriales
o imágenes descabaladas que irrumpen de forma intrusiva. Estas producciones
del analista ya sean «ocurrencias contratransferenciales», como Racker
las denomina, «o las imágenes sustentadas en la representación del doble
y del negativo» como mencionan César y Sara Botella, se organizarán posteriormente
en una presentación dentro del discurso interno que el analista
mantiene consigo mismo dentro de la sesión.
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Si observamos en la psicosis, reparamos en que su expresión es como
un instrumento mudo, aunque corporalmente expresivo. No es fácil para
los pacientes hacerse comprender y escuchar debido a la desligazón y ruptura
de vínculos. La asociación libre no debe ser escuchada como tal, pues
para estos pacientes caer en un discurso libre es perder los endebles límites.
Sus intervenciones no pueden ser entendidas dentro de una cadena asociativa
porque hay una ruptura de nexos entre antecedentes y consecuentes. El
rechazo a la realidad objetiva (desmentida) conlleva a la formación de una
neorrealidad subjetiva. El yo se desdobla y fragmenta en islotes múltiples y
nos fuerza a orientar nuestra escucha hacia esos pedazos psíquicos diseminados
donde el analista no encuentra coherencia.
Salomón Resnik habla de la comunicación en los términos de un instrumento
musical ya que el cuerpo animado busca encontrarse en la vida
como modo de vibrar, en sí, en el otro y con el otro. Nada es tan cercano a
esta metáfora como la resonancia que anhela encontrar el psicótico expresada
por medio de un instrumento en que no se respetan las variaciones, ni se
templan las diferencias.
Si escuchamos el sentido singular inconsciente de las expresiones del
paciente nos parecen, en un primer tiempo, sin coherencia aparente, pero
posteriormente observamos que implican la comunicación de ansiedades arcaicas,
de vivencias universales de cuando el cuerpo no tenía límites. Como
si el yo y el otro fuesen una misma cosa.
El yo de estos enfermos viaja de otro en otro intentando depositar sus
fragmentos, su necesidad de ser contenido y pensado por el analista. Esta
idea mítica de la psique que vaga es un modo figurado de hablar de procesos
de escisión, mecanismo estrella en el psicótico. M. Klein abordó este tema en
1946 al estudiar los procesos disociativos en las primeras relaciones del bebé
con su objeto materno. Es también una forma de introducir los procesos
proyectivos e introyectivos como M. Klein investigó en 1955. Hablamos de
mecanismos defensivos basados en fantasías omnipotentes de comunicación,
evacuación y control, por medio de los cuales partes del «self» se introducen
dentro del objeto, adquiriendo las cualidades de éste o estas partes del «self»
emisor inoculan sentimientos en el objeto. Las consecuencias para el analista
no se hacen esperar, pues en muchas ocasiones su capacidad de pensar y su
entendimiento pueden quedar bloqueados por inundación de estímulos. Los
complejos mecanismos de contraidentificación proyectiva pueden llevar al
analista a verse implicado en sus propias actuaciones.
Por último, deseo reflexionar sobre el funcionamiento psíquico de los
pacientes diagnosticados con una enfermedad psicosomática porque éstos
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sitúan al analista en un estado de máxima alerta. Escuchamos a la entidad
global del paciente, pues ambos, cuerpo y soma, son interdependientes. La
causalidad de la enfermedad no es lineal sino entendida multifactorialmente.
La fragilidad de los enfermos psicosomáticos nos acerca al estado primario
de los tiempos iniciales cuando lo psíquico se empezaba a organizar sustentado
en la función materna que le aportaba la unidad psicosomática. Observamos
que ante la presencia de conflictos tienden a desorganizarse somáticamente
con el peligro de caer en los casos más severos en una «depresión
esencial» descrita por P. Marty. No observamos vida fantasmática y, si la
hay, está pobremente esbozada.
No escuchamos narración sobre sueños, si acaso, en algunos momentos,
sueños a los que se ha denominado «crudos» (producciones directas
con pobre simbolización). El discurso es reducido, la normalidad aparente,
la adaptación y el orden nos producen cansancio. La falta de fluidez y la
terquedad en su pensamiento nos recuerdan a las neurosis de carácter. El
analista escucha el posible discurso latente soterrado en esa supuesta normalidad,
percibe la extrema dependencia y agresividad en el discurso pragmático
y bien adaptado. El lenguaje del cuerpo se orienta más y más a manifestarse
en lo corporal, pues el psiquismo, recordemos, encuentra su guarida en
el yo corporal.
Por ejemplo, con mi paciente Eva siempre estoy alerta, percibo mi trabajo
condensado en una imagen en la que camino por una delgada línea
que, si es traspasada, tendrá consecuencias imprevisibles.
Eva acudió aquejada de una colitis ulcerosa. Su cuerpo no retenía nada
desde que un familiar hizo un intento de suicidio. Su madre se suicidó
cuando ella estaba en la pubertad. De este episodio evita hablar. Los ojos de
Eva son grandes y estáticos como ventanas cerradas, un flujo los humedece
mientras narra su historia con un tono emocional distante. Sólo se queja del
dolor y de las contracciones de su vientre. Mi escucha analítica se desplaza
desde el dramático texto de su vida que la paciente narra mecánicamente al
vacío acuoso de sus ojos. Debo escuchar a Eva y en paralelo a mi propio
sobrecogimiento al observar la palidez que tiñe su rostro. Ambos registros
ponen de manifiesto su endeble organización psíquica.
No llorará hasta que pasen varios años de tratamiento, se levante una
mañana desamparada y pueda venir a la sesión para hablar del día de la
muerte de su madre.
La escucha analítica orientada hacia estos pacientes nos obliga a un
doble registro sumamente cuidadoso: ser el receptáculo de las angustias del
paciente y atender a la lectura de un cuerpo que habla cuando la palabra no
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dice. ¿No son las ventanas de esos ojos de Eva un lugar donde ella se podría
precipitar al vacío? ¿No es esa palidez de muerte el indicio de la intuición
contratrasferencial, el vértigo de la analista ante el temor de una reproducción
del antiguo episodio? Los síntomas de Eva, como de otros pacientes
con esta configuración psíquica, nos remiten a una hemorragia emocional y
nos muestran paralelamente la falta de sustento de un objeto en las primeras
experiencias. Nuestra contratrasferencia nos conduce al objeto insuficiente
en su función materna. Un objeto que no propone mecanismos de paraexcitación
ni calmantes que neutralicen el dolor y las perturbaciones.
Por último, planteo dos temas para la reflexión y el debate.
Creo que es un principio compartido que el objeto del psicoanálisis es
la observación de la realidad psíquica y no de la realidad histórica. La primera
pregunta es, si en las patologías marcadas por episodios graves en la infancia,
que en consecuencia dan pobres organizaciones psíquicas, deberíamos
considerar en estos pacientes los sucesos reales, darles otro estatuto. ¿Deberíamos
permitirnos reflexionar más sobre las consecuencias de la historia real
y no atender tanto a las operaciones psíquicas que devienen de la historia?
Dar prioridad y quedar capturados por la intensidad de la historia del
paciente nos enfrenta a la dificultad de acompañarle en el trabajo de fantasmatización
de la angustia y en la elaboración de los sucesos traumáticos.
Por otro lado, no considerar las consecuencias de tales sucesos y sus consecuencias
psíquicas, implica en muchos casos que el analista intente inocular
su modelo de salud en el paciente, estableciendo un vínculo narcisista y
volviendo a reproducir sus propios deseos de omnipotencia infantil.
Posiblemente establecer una relación dialéctica entre estos dos vértices
(psíquico e histórico) sería para el analista una alternativa para elaborar este
complejo tema.
En la misma línea de interrogantes planteo: ¿sería interesante investigar
si hay cambios en los modos de enfermar actuales? Observar los nuevos
modelos de familia, divorcios, familias monoparentales, parejas homosexuales,
hijos adoptados, «hijos llamados a la carta» (producto de la investigación
con células madre, hijos gestados en algunos casos para salvar a otro
miembro familiar de una enfermedad). Nuestra investigación podría también
extenderse a los cambios ocurridos durante el siglo pasado y el actual,
su influencia en el mundo femenino y masculino y las consecuencias derivadas
de estos cambios en las nuevas generaciones, pues no olvidemos que el
universo psíquico se organiza en articulación con la realidad externa.
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